Motivado quizá por la inminente publicación de mi primera novela, retomé la escritura de lo que será la segunda, dejada en stand by durante largo tiempo. Vuelvo a levantarme temprano por la mañana, a esas horas en que me siento más productivo, y donde la casa, sumida aún en el silencio, me recibe tranquila, y me ve trabajar en la mesa redonda de la cocina (de plástico, provisoria), moviendo los dedos sobre la netbook, y tomando algún mate de vez en cuando para acabar de despertarme.
Los primeros días fueron de lectura. Debía recuperar el hilo de lo ya contado: no sólo historias y personajes tendrían que volver a mi memoria, sino también el tono de la narración, que no es uno en este caso, sino dos. Dos tonos para dos historias que se desarrollan en paralelo, y que prometen cruzarse de manera trágica, no sin antes mantener cierto suspenso que intentará hacerlas interesantes.
Un muchacho nacido y crecido en un barrio marginal, por un lado, arrojado por las circunstancias, y por las propias decisiones, a la delincuencia. Unas familias de clase media, por otro, atravesadas sus vidas por ciertos hechos inesperados, como puede ser un embarazo a edades tempranas para el ámbito en que se desarrollan.
La técnica de escritura es similar a la de la novela anterior: los personajes recuerdan desde diferentes lugares del tiempo, los sucesos aparecen de manera desordenada, y se van uniendo, poco a poco, para dar coherencia al relato final.
Me siento bien ahora. Escribir me hace sentir bien. Estoy bajo el influjo de la emoción creadora, cuyos resultados podrán ser mejores o peores, pero que siempre es agradecida por el cuerpo. Se los aseguro.