Cuando vendía libros por las plazas y tenía uno o dos títulos publicados, ninguno para niños todavía, y aún no me aferraba a la posibilidad de que pudiera ganarme la vida así, un día una nena me regaló un puñado de hojitas.
Yo hablaba con la mamá seguramente, que leía o escuchaba algún poema recitado por mí, y entonces la nena me obsequió el tesoro que tuvo a mano.
Veinte años después esas hojitas secas que nadie más que yo recuerda (o eso creo), permanecen en una pequeña caja transparente, de plástico, donde en su momento las supe acomodar, y las mantengo a la vista en el ropero y las puedo mirar todas las mañanas o todas las tardes, aunque casi nunca lo haga (así de autómatas somos las personas) y me pueden sorprender, trayéndome viejos recuerdos, cuando ellas en verdad lo desean.
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