Un día, hace por lo menos quince años, decidí que no iba a seguir esperando que alguien "me descubriera" (bichos raros somos los que escribimos) y quisiera publicar y difundir mis libros. Ya venía escribiendo y publicando en forma independiente, es cierto, y también salía por las plazas a ofrecerlos en mis tiempos libres; pero lo hacía de manera tímida, como no queriendo pecar de vanidoso.
Fue entonces cuando dejó de importarme. Un día hasta me banqué, divertido, que alguien me dijera "la poesía no se vende". "No, claro, la poesía no se vende", tuve que responder, "lo que se vende es el soporte físico, el libro, que contiene poesía o novela o cuentos para chicos". Imaginate si a un ingeniero le dijeran que los puentes no se venden: sonamos, nos quedamos todos a la orilla del río, sin poderlo cruzar, por haber herido la sensibilidad del ingeniero.
En fin, que lo que aprendí de una vez, fue a separar el acto de escritura (el hecho artístico, si se quiere) del momento de la venta. Vender como quien ofrece escobas, asumiendo que intentaron crearlas a conciencia, con los mejores materiales de que dispusieron, pero tampoco se va a andar ofendiendo el vendedor porque un señor o señora le dice que esa escoba no barre bien.
A lo sumo, se lamerá las heridas más tarde, sabiendo que vivimos en el reino de la subjetividad, y que quizá esa persona buscaba un escobillón o un cepillo o un pequeño pincel para limpiar el polvo, y se encontró (desgraciada suerte) con una escoba, nada más que eso.
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