Hablamos con un muchacho en una óptica de Ramos Mejía. Me cuenta que él tiene El diario de Toba, en una de sus primeras ediciones, de cuando la portada y los dibujos eran otros. Me lo compró hace por lo menos diez años, allí mismo.
Charlamos un buen rato. Surge una de esas entrevistas improvisadas, a las que me voy acostumbrando. El interés está en esto de vivir de la literatura, y en aquello de haber hecho a un lado una profesión en la que me hallaba realmente cómodo, ganando muy bien (en sistemas los sueldos siempre fueron buenos) y con el reconocimiento de mis pares (esto último creo que es lo que más extrañé cuando decidí volver a empezar: la reputación de años de trabajo se me disolvió de un día para el otro).
Ahora los hijos del muchacho son grandes, ya están en la universidad, por lo que esta vez no me compra libros. Pero no importa, le agradezco especialmente por haberme comprado entonces, cuando todavía no estaba afianzado en esa nueva bifurcación trascendente de mi vida, y todo me resultaba mucho más difícil, como a cualquiera que decide iniciar un proyecto desde casi cero.
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